jueves, 17 de junio de 2010


Camino a tientas, a ojos cerrados, agudizando mis sentidos. Infinitas texturas puedo grabar en la llema de mis dedos o intentar aprisionarlas con la palma de mis manos.
Camino descalza pisando hojas secas que crujen bajo mis pies y voy dejando tras mis pasos un surco en la hierba cubierta por el rocío matutino de un 15 de abril en pleno otoño.
Me paro a escuchar atentamente y logro oír el viento abrindose paso entre los árboles, las hojas secas arrastrándose por la alameda asfaltada, mi respiración lenta y pausada, los latidos de mi corazón y a lo lejos una pareja de ruiseñores cantándole a la vida.
Puedo oler la tierra mojada, algunas hierbas, la madera, la mañana y una neblina quizás. Estos aromas dejan un sabor medio dulzón en mi paladar y un poco áspero en mi garganta.
Me acuesto en la hierba aún con los ojos cerrados, abrazo mis rodillas en posición fetal y dejo caer mimejilla en el pasto húmedo cubriendo mi piel con pequeñas gotas de agua en las que se freflejan los escazos y tenues rayos de luz de un sol que apenas asoma detrás de una nube.

Mis ojos no son una necesidad, son una costumbre.

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